¿Por qué no amar la evolución como propone el poeta Ernesto Cardenal?

Poeta y escritor Ernesto Cardenal en su oficina, en la casa de escritores.Managua 6 de noviembre 2014

Si «la vista de un salvaje desnudo en su tierra natal es algo que no se puede olvidar nunca» como apunta Charles Robert Darwin (1809-1882) en su Autobiografía, algo similar ocurrió en Phillip E. Johnson al leer El origen de las especies (1859) que lo llevó a revisar la teoría del científico inglés para luego escribir su Proceso a Darwin (Ed. Portavoz [1991 y 1993] 1995, EE UU) donde su “interés ha de radicar en el darwinismo, no en Darwin”. 

El profesor Johnson coloca en balanza de juicio a la «evolución» versus la «creación». Da sus razones y aumenta las complejidades del naturalismo científico, mismas que resquebraja con tres postulados: a) qué conceptos emplea la teoría contemporánea, b) qué declaraciones significativas hace acerca del mundo natural, y c) qué puntos puede haber de controversia legítima. 

En su libro señala la faceta religiosa del darwinismo y de paso indaga en el ateísmo, según él, favorecido por “Richard Dawkins, un zoólogo de Oxford, y una de las figuras más influyentes en la ciencia evolucionista” y que aplaude la posibilidad de ser un ateo intelectualmente satisfecho —como fue Darwin— asiduo lector de la poesía de Wordsworth y Coleridge y de El paraíso perdido de Milton. 

Cuando leí por vez primera el Cántico cósmico (Editorial Nueva Nicaragua, 1989) de Ernesto Cardenal encontré una interesante exposición en su poesía sobre evolucionismo que solventó mi interés por el trabajo del profesor Johnson en los años noventa del siglo pasado. El poeta canta sobre darwinismo: “Básicamente hechos de bacterias.”/ Hijos de seres unicelulares que aún hay en cualquier gota de agua. / Cefalópodos, vertebrados, vermiformes, / El de Asís les llamó hermanos antes del Origen de las Especies.//.

Pero los enemigos de costumbre, comemierdas contraevolucionarios que comenta Cardenal, acomodan, según conveniencia propia, las ganancias del creacionismo y declaran sin tapujos que el darwinismo es una teoría empírica. Y aún más: es una simple teoría como anota Johnson en el libro de marras. 

El contemplativo cantor de Solentiname abre posibilidad de diálogo en sus Memorias (Las ínsulas extrañas, 2003 [Tomo II]) cuando apunta sobre el ateísmo y el poder aceptar la teoría de Darwin [siendo cristiano]: “Otra cosa que [el premier de Belice George] Price quería de mí era que le explicara cómo es que el cristiano podía ser marxista. Le expliqué sencillamente que el ateísmo no era condición indispensable en la teoría marxista. Marx había sido ateo, pero uno podía aceptar su teoría sin tener que serlo, como también Darwin había sido ateo y se podía aceptar su teoría sin serlo.”

Vuelvo al Cántico cósmico. Allí Darwin piensa. Indaga en el naturalismo. Profundiza cuando menciona (a través del poeta) que: “La vida y la conciencia son propiedades de los astros./ Macrocosmo y microcosmo son unidades inseparables./ (…) Existe una unidad en el universo más allá de su uniformidad,/ la unidad de que sin todo no puede existir nada./ (…) No somos vida en el cosmos sino cosmos vivo que se conoce./” 

Así pues, ¿por qué no hemos de amar la evolución? Como propone el padre Cardenal.

Sé que Phillip E. Jonhson no toma partido entre la Biblia y la ciencia. Su actitud es respetable y coherente. Pero, ante los avances de la astrofísica y los de la biogenética que seguro influirán en la biología evolucionista, tendremos que reconocer junto con Sthepen Jay Gould que antes de Darwin, creíamos que un Dios benevolente nos había creado. 

Cuando recurro a la poesía de Cardenal para indagar convenciones evolucionistas —no voy a ella como quien va al Oráculo, como tampoco lo hago con Origen de las especies—, acudo a la Razón (la razón razonada) y por ende al Naturalismo científico. Aunque Phillip E. Johnson como buen abogado académico profesional y no como científico afirme que la teoría darwinista es sólo una simple teoría.