¡Estación León! ¡Estación León! ¡Jícamas, lechugas, melón!

La vieja estación del Tren en León... que data desde 1882.

―¿A qué hora parte su tren?

―A las ocho.

―¿Y no es muy temprano para estar aquí?

―No he comprado el abono.

―Pero han pasado cerca de cuarenta y tantos viajes y…―. No termina la frase cuando las sombras del ferrocarril atrapan ya a los durmientes de la vía de la estación de León.

Entonces el ruido del acero cierne al borde del camino como una calada al cigarro que uno tiene en la boca. Poco a poco el humo viaja hacia los pulmones y se instala por allá. Luego saca el revolvente y…  hace lo propio el rumor de las ruedas del convoy que llega.

Son las siete y quince de la mañana y desde hace muchos años―para ser precisos desde 1853―cuando los hombres de la hebra no dejaban cables sueltos, la conversación de los dos hombres de leyenda se lleva a cabo a la misma hora―y en el mismo lugar―hasta el arribo del olvido.

―Está muy serio ahora.

―No. No lo estoy. Se equivoca.

―Lo menciono porque dejó de hablar pues el eco del tren…

―Tal vez. Pero… lo de los viajes…―. Tampoco concluyó su argumento porque le pareció ver el rostro de su mujer. Y luego pensó en sus tres comidas. Después en los rezos y más tarde en la ciudad de los Palacios a la que irá a visitar a sus mayores como también a sus amigos.

Así que no tuvo más que continuar con la explicación del por qué no tenía el abono del tren para viajar aunado a las fábulas que comparte a sus hijos y ahora a su interlocutor. Éste, de apellido De León y de nombre Luis, como el trueno distante atento escucha.

El otro, el señor de las leyendas, como rayo que vive solo, esparce su luz por el recinto de la sala de espera.

Los pasajeros fantasmas relejan por unos instantes la oscura seriedad.

No lejos de allí, los despachadores del ferrocarril no paran en contar de prisa los abonos del bloc para habilitar la ventanilla de compra.

Los dos hombres, luego de la conversación ya repuestos, se despiden.

El viajero por fin compra sus boletos. Y el otro cruza la gran vía rumbo a Pompa. Busca su caballo y lo trepa.

El tren llegó puntual.

―¡Estación León! ¡Estación León! ¡Jícamas, lechugas, melón!―gritó el pregonero Hsiang.

Eran las siete horas y treintaicinco minutos de la mañana y el viaje 50 de la voluminosa máquina―que no ve la hora de su jubilación―está por salir.

Los personajes toman a la sazón el camino del espejo de costumbres: uno, a la ciudad de los Barrios acompañado de su esposa. El otro, al ejido de Pompa y tierras anexas.

En aquel momento sobrevino el abordaje y los espectros se perdieron entre la bruma del tren de aquel año de 1883, más bien, en las páginas de las historias y sucedidos de León.

El chiflido del silbato arroja el delincuente humo que anuncia la partida de la locomotora y camarotes de fabricación inglesa.

El grito del camarero fue elocuente: ¡Váaaaamonooos! Y ocurrió el cambio natural de página en el libro: de la impar 175 a la par 176―ésta en blanco―dio pie al principio de la página 177 donde se puede leer: “El hombre que viaja a…”. Y éste llega de donde y como debe. Y pregunta con parsimonia:

―¿A qué hora parte su tren?

―A las ocho.

Y el fervor continúa.